Nuestra amiga Carmela nos cuenta su experiencia con el Lupus en este relato «El Lupus y yo»:

«Son ya más de cuarenta años que andamos juntos, aunque quizás no sea la expresión más exacta; yo voy y él me va siguiendo, sin querer despegarse de mí. Afino un poco más la idea, yo constantemente intento zafarme de su persecución, de esa sombra más que pegajosa, pero no hay manera, me encuentra una vez y otra vez más.

Hace unos días nuestra chispirritas me propuso hacer un relato sobre mi relación con el lupus y, para sorpresa mía, me encontré diciéndole que sí, aún en contra de mis habituales opiniones sobre dicho acto. He leído muchas veces las historias de otras pacientes sobre el lupus, y evidentemente, en muchas ocasiones se me ha cruzado por la cabeza contar la mía. Y siempre, siempre, en todas esas muchas veces, me he negado a mí misma dicha posibilidad. ¿Por qué? Posiblemente, porque contar mi historia con la enfermedad es una manera de desnudarme y es evidente que el pudor se apodera de mí; me invade una ola de cautela por tener que enseñar mis sentimientos (mostrar el cuerpo no me causa, en cambio, ningún problema), quizás porque lo considero como una forma de quedar indefensa ante quienes están leyendo el relato, o lo que es peor, delante de mí misma. Porque la vulnerabilidad es un sentimiento que me ha acompañado siempre, lo recuerdo presente durante toda mi vida y para luchar contra él existen las defensas mentales. Y mostrar ciertos sentimientos pueden destruir o dañar, a veces, todas las defensas arduamente construidas.

Pero escribir y hacer cursos de escritura narrativa (un día de estos tengo que pasar esos apuntes al ordenador, que aquí todo está más a mano) me han enseñado truquillos para quitarle el punto trágico a la descripción de los relatos. Es el narrador omnisciente, aquel que está fuera del argumento, el que ve y narra, pero sin tener que implicarse del todo en la trama. Relatar en primera persona quizás haga el relato más vehemente e incluso más irresistible. Pero también, evidentemente, más dramático, Y eso no me interesa, no me gustan los dramas, en ninguna circunstancia. Porque como se dice en mi tierra, a las penas puñalás, que esto es lo que nos ha tocado vivir. Así que aquí estoy preparada, cogeré el toro por los cuernos y que Dios reparta suerte (ya sé que actualmente no son expresiones muy políticamente correctas, pero nací irreverente y no pienso cambiar en este aspecto).

Que te diagnostiquen que tienes lupus (totalmente extensible a las demás enfermedades autoinmunes, supongo) no es un regalo de la vida. Pero cuando tienes 30 años (allá en los lejanos años 90) y estás hecha unos zorros y comprendes que tus síntomas no son algo normal y tienes miedo (mejor dicho, estás totalmente acojonada, espantada en grado superlativo), pues hasta te tranquiliza saber que tus males tienen un nombre y que ese médico sentado frente a ti lo conoce y él es apacible y sereno, su mirada es honesta y comprensiva y aunque la información no es para tirar cohetes de alegría, notas que hay esperanzas, en qué, pues no está muy claro, pero que haberlas, haylas.

Y ese fue el comienzo. Los primeros años, duros, para qué vamos a mentir. Te tienes que aparcar (eran sólo 30 años) mientras la vida bulle a tu alrededor. Los que te rodean se inician en nuevas aventuras, por ejemplo, aprender a esquiar, y a ti te recuerdan que en la nieve estás aún más expuesta que en la playa; pero tampoco te importa demasiado, porque hay que madrugar mucho y eso sí que es un riesgo real. La vida se agita, incluso hierve, y tú sigues sin poder tirar de tu cuerpo. Pero la inteligencia está ahí, bien presente porque se necesita urgentemente de su presencia, que ser inteligente no es sacar buenas notas sino adaptarse lo mejor que se sabe a las circunstancias que en cada momento se presentan. Y te reinventas las costumbres, los gustos, el ocio, te adaptas a tu nueva normalidad, comprobando que, vale no era lo que pensabas, pero tampoco está tan mal. En definitiva, la vida es divertida, comprendes que se puede vivir al máximo, aunque tu velocidad de ahora sea diferente.

Si quizás yo hubiese sido más sumisa, me habría adaptado antes pues la rebeldía no siempre es inteligente, al menos en mi caso. Dice el Dalai Lama “Acepta. No es resignación, pero nada te hace perder más energía que el resistir y pelear contra una situación que no puedes cambiar”. Ya digo que fueron años algo penosos, pero alrededor de los cuarenta apareció en mi vida la terapia (por nada, por una tontería, un par de ataques de ansiedad y pánico mientras iba conduciendo) y tengo que reconocer que mi psicóloga (Lely Camps) hizo en mí maravillas. Me enseñó una nueva manera de enfrentarme a mis miedos y, sobre todo, a no agobiarme pensando en el futuro. Llegará y no tiene por qué ser tan terrible como imaginas, y si lo es, ya te lo pasarás mal cuando llegue el momento, mientras tanto, vive y disfruta. Y eso hago, vivo mi presente, lo mejor que sé e intento disfrutar de acuerdo con mis circunstancias. Lely fue mi Yoda particular, y la siguiente frase del maestro Jedi procuro tenerla siempre presente “Difícil de ver. Siempre en movimiento está el futuro” (creo que a veces se nota un poco esa influencia yodil en cómo formo las frases).

Declaro mi amor por las referencias cinematográficas. Por eso quiero acabar este relato mío con mi recurso último, cuando me encuentro muy decaída y en plan negativa total; me acuerdo de Galadriel, la dama de Lothlórien y me convenzo de que, si ella podía vivir con Sauron dentro de su mente, yo no puedo rendirme por unos dolorcillos de chichinabo.

Así, que aquí estoy, escapando de mi lupus y él correteando tras de mí, cual fauno tras su ninfa favorita (¡qué ilusión, a mi edad!) e intentando no tropezar demasiado para que no me pisotee con exagerada fuerza.»

Girona, septiembre de 2020

Carmela Pérez Núñez