Introducción

El estrés es una reacción del organismo, caracterizada por una alta activación fisiológica, que nos prepara para actuar ante la percepción de una situación amenazante. En condiciones generales, se trata de una respuesta adaptativa, que facilita el afrontamiento eficaz de aquellas situaciones que conllevan o predicen un riesgo o resultado incierto. Sin embargo, en ocasiones, la interpretación del peligro o de nuestros propios recursos resulta errónea y se produce una respuesta inadecuada o desproporcionada a la amenaza real, perdiendo su función adaptativa. Cuando el estrés se hace crónico, los cambios que implica la continua adaptación de nuestro cuerpo ejercen un enorme impacto sobre la salud física y psicológica, pudiendo generar enfermedades.

Algunos autores conceptualizan el estrés como un desajuste entre la demanda percibida y nuestra capacidad de respuesta. Proponen la comparación con una balanza, que se mantiene en equilibrio cuando nos sentimos capaces de manejar las situaciones demandantes. Por el contrario, cuando el individuo percibe que las demandas del entorno exceden sus recursos y ponen en peligro su bienestar, la balanza se desequilibra y sentimos estrés.

Desde una perspectiva transaccional, el estrés podría entenderse como la relación dinámica y bidireccional que se establece entre la persona y las demandas del ambiente. Alude, pues, a la relación entre la persona y el entorno y no tanto a una característica intrínseca del individuo o ajena e incontrolable del exterior. De este modo, la naturaleza del estrés y sus efectos vienen determinados por la manera particular de cada uno de afrontar las situaciones de la vida. Es, por lo tanto, un factor sobre el que podemos actuar para preservar nuestra salud.

Por su parte, los estresores pueden ser de naturaleza física, psicológica o social como un dolor, un simple pensamiento o un problema familiar. Un estresor es cualquier estímulo con capacidad para alterar nuestro equilibrio. No siempre son eventos negativos. Cualquier cambio trascendente en nuestra vida puede considerarse estresante. Las personas percibimos los mismos estresores en diferente grado de amenaza, dependiendo de la interpretación que hacemos de los acontecimientos, los propios recursos y las opciones de afrontamiento. En ese proceso, intervienen decisivamente pensamientos, creencias, atribuciones, expectativas y otras evaluaciones que la persona hace de sí misma, de sus recursos y del contexto.

A menudo, las personas estresadas generan, sin darse cuenta, situaciones que mantienen respuestas de estrés inadaptado. Por ejemplo, algunos individuos pueden responder ante la demanda excesiva del entorno adoptando actitudes temerosas, catastrofistas o evitando las situaciones que les generan malestar. Estas conductas de evitación nos impiden poner a prueba la veracidad de los temores y los propios recursos de afrontamiento, obstaculizan la resolución de los problemas, frenan el desarrollo de nuevas fortalezas e incrementan la falta de confianza en nosotros mismos, generando un círculo vicioso. En otras ocasiones, el exceso de protección bienintencionada de las personas más próximas que actúan en nuestro lugar o refuerzan nuestra conducta pasiva, conduce al mismo resultado. El aprendizaje y el crecimiento surgen del afrontamiento personal de la adversidad.

En este sentido, las personas pueden aprender a gestionar el estrés poniendo en práctica estrategias de afrontamiento. Se entiende por afrontamiento al despliegue de esfuerzos cognitivos y conductuales que el individuo desarrolla para manejar las demandas específicas, externas o internas, requeridas por la situación, así como las consecuencias emocionales que se derivan. De este modo, el afrontamiento puede dirigirse a manejar la emoción o focalizarse en el problema. En el primer caso, los esfuerzos se dirigen a disminuir el malestar emocional y sería el adecuado cuando las situaciones negativas no pueden cambiarse. Por su parte, el afrontamiento centrado en el problema permite introducir cambios en el entorno para prevenir fuentes futuras de estrés. Este enfoque se orienta hacia la búsqueda de soluciones eficaces cuando las circunstancias pueden modificarse.

Relación entre estrés psicológico y enfermedad autoinmune

En el desarrollo de las enfermedades autoinmunes participan factores genéticos, hormonales y ambientales. Entre los factores ambientales destaca por su enorme impacto el estrés psicológico, que interviene en el proceso de la enfermedad a través de diferentes mecanismos. A nivel fisiológico, el estrés dispara en nuestro organismo una respuesta de activación de tres sistemas que se encuentran interconectados: el sistema nervioso autónomo, el sistema neuroendocrino y el sistema inmune. El modelo explicativo del efecto del estrés sobre estas enfermedades plantea que una interacción disfuncional entre los sistemas mencionados, motivada por el estrés, podría ser la causa de diversas patologías autoinmunes.

La Ciencia ha encontrado asociaciones consistentes entre el estrés y las alteraciones del sistema inmune. Este factor psicológico se encuentra presente en la mayoría de los pacientes con enfermedades relacionadas con dicho sistema, incluso antes de desarrollar los síntomas, pudiendo precipitar el proceso patológico o exacerbar su curso. Por otra parte, por sus características idiosincráticas, la vivencia de la enfermedad autoinmune, en sí misma, genera un malestar significativo, físico y emocional, que suele elevar los niveles de estrés, acrecentando el riesgo de brotes. En este sentido, la literatura científica reconoce su doble papel, como variable etiológica y como consecuencia psicológica, destacando la importancia del abordaje terapéutico para controlar la propia enfermedad.

Tipos de estrés y sus efectos en la enfermedad autoinmune

Existen diferentes tipos de estrés: el estrés cotidiano, los eventos vitales estresantes y el estrés crónico. El estrés cotidiano se produce como consecuencia de la vivencia de situaciones negativas de baja intensidad que afrontamos a diario. Numerosos estudios relacionan esta forma de estrés tan frecuente con la evolución de las enfermedades autoinmunes y concluyen que su efecto nocivo actuaría una vez desarrollada la enfermedad, agravando los síntomas. Por su parte, los eventos vitales estresantes (p. ej.: fallecimiento de un familiar próximo, divorcio, descalabro económico, etc.), podrían intervenir en la fase premórbida favoreciendo la aparición del cuadro clínico y acelerando su diagnóstico. Su efecto sería significativo en el inicio de la patología autoinmune. Por último, el estrés crónico aparece tras la experiencia mantenida en el tiempo de condiciones ambientales adversas que demandan del individuo excesivos recursos emocionales. Se considera un factor de riesgo para el desarrollo de procesos infecciosos y patologías inflamatorias y ha sido propuesto como factor desencadenante de la reactividad autoinmune. La evidencia científica disponible, sobre los efectos negativos que ejerce el estrés psicológico sobre la salud, es concluyente. No obstante, se requiere más investigación para dilucidar los mecanismos mediante los cuales este factor influiría en el empeoramiento de los pacientes con estas enfermedades.

Abordaje del estrés psicológico

La psicología clínica dispone de numerosas técnicas, avaladas científicamente, para ayudarnos a gestionar el estrés. Su principal objetivo es dotar a los pacientes de los recursos necesarios para enfrentarse a las situaciones que les sobrepasan.

En el caso de los pacientes con enfermedades autoinmunes, el control del estrés resulta de vital importancia para controlar los síntomas. En estas patologías intervienen factores físicos, psicológicos y ambientales que operan en interacción dinámica, afectando al proceso de la enfermedad. Por ejemplo, algunos síntomas físicos pueden afectar a la vida sexual y de pareja; o provocar alteraciones del sueño, irritabilidad, aislamiento, síntomas depresivos, etc., que a su vez influyen de forma negativa en las relaciones familiares o sociales. También pueden conllevar la reducción de las actividades, agregando problemas de sobrepeso, de imagen corporal, baja autoestima; o promover comportamientos pasivos, con el riesgo de perjuicios laborales, procrastinación, estancamiento de los problemas, etc. Todas estas disfunciones incrementan los niveles de estrés que los pacientes ya padecen por su propio proceso de enfermedad. Por su parte, los sucesos cotidianos y otros estresores ambientales pueden aumentar el malestar psicológico y éste a su vez empeorar los síntomas físicos o conducirnos a adoptar hábitos poco saludables como el consumo de tabaco, el abuso de fármacos o la adherencia a dietas poco equilibradas. La intervención en esta enfermedad requiere de un abordaje global y multidisciplinar, que contemple todos los componentes: físicos, psicológicos y contextuales para controlar su evolución.

Desde el punto de vista psicológico, las principales terapias que han mostrado su eficacia en el tratamiento de pacientes autoinmunes son la terapia cognitivo-conductual, la expresión emocional escrita, el entrenamiento en atención plena o mindfulness y la psicoeducación combinada con terapia de grupo. Los resultados de estas intervenciones reflejan efectos positivos en la reducción de síntomas de ansiedad, depresión, estrés, fatiga y dolor; y una mejora de la calidad de vida, salud mental general, imagen corporal, relaciones interpersonales y manejo de la enfermedad. El tratamiento psicológico del estrés (sobre todo el cotidiano) mediante el entrenamiento de estrategias de gestión, resulta imprescindible para mejorar la calidad de vida de los pacientes. También de manera indirecta, el abordaje de los síntomas más incapacitantes como el control del dolor, la promoción de hábitos saludables y las estrategias de autocuidado pueden ayudar a reducir el estrés y sus efectos perjudiciales.

Programas de control del estrés

Los programas de control del estrés tienen como finalidad la educación de los pacientes sobre la naturaleza e impacto del estrés y el entrenamiento en habilidades de afrontamiento intra e interpersonales que les ayuden a canalizar sus reacciones de forma constructiva y enfrentarse a los problemas que puedan tener solución. El objetivo de las intervenciones no es que el estrés desaparezca de sus vidas, sino lograr un equilibrio entre las demandas y su capacidad de afrontamiento. Por una parte, se pretende dotarles de recursos y competencias que incrementen el lado positivo de la balanza. Por otra, modificar la percepción de amenaza con la que viven las demandas del medio, reduciendo así el peso de este lado negativo de la balanza.

Una intervención psicológica que ha mostrado resultados eficaces en diversas poblaciones es el entrenamiento en inoculación del estrés. Este concepto establece una analogía con las vacunas médicas. El objetivo de estos programas es generar una especie de «anticuerpos psicológicos» en el paciente; es decir, acrecentar su resistencia ante las situaciones estresantes, por medio de la reformulación de los problemas, la adquisición de habilidades y su puesta en práctica.

Como hemos comentado más arriba, el afrontamiento del estrés puede enfocarse a aquellos aspectos que son modificables. En este caso se entrena a los pacientes en técnicas psicológicas como la resolución de problemas, habilidades sociales y de comunicación, control del tiempo, definición de metas realistas, cambios en el estilo de vida, etc. Mediante los ensayos de conducta y la exposición graduada el individuo adquiere resistencia psicológica frente al estrés engendrando una sensación de confianza en sí mismo, control percibido, autoeficacia, esperanza, compromiso y responsabilidad personal.

Cuando las dificultades no son fácilmente resolubles, el entrenamiento se dirige a la gestión adaptativa de las emociones mediante técnicas de desactivación fisiológica como la respiración diafragmática, la relajación muscular, la meditación y el mindfulness, para aliviar la tensión emocional; o estrategias de autocontrol, distracción, búsqueda de apoyo social, disfrute de actividades placenteras, empleo del humor y conductas de autocuidado: alimentación sana, ejercicio físico, pautas de sueño y descanso, entre otras. Por su parte, las estrategias cognitivas se orientan a modificar los errores de pensamiento, el lenguaje interno negativo y las atribuciones, expectativas o creencias disfuncionales, fomentando modos de pensamiento más adaptativos para afrontar los problemas y las emociones. Recordemos que una actitud positiva frente a la vida nos otorga poder sobre las circunstancias.

Bibliografía: Peralta Ramírez, M. A. (Coord.). (2019). Un villano llamado estrés. Cómo impacta en nuestra salud. Madrid, España: Editorial Pirámide.

Autora: Teresa Luz Martín Guerrero – Psicóloga y Sexóloga